lunes, 6 de julio de 2015

En el Vagón

El vagón de metro alojaba a la misma fauna urbana de siempre. Jóvenes vociferantes exclamando que la noche no había acabado, mujeres afroamericanas con cara de pocos amigos, individuos con gesto triste que sólo sienten compañía viajando en transporte público y señores con traje que no borran la pose de éxito aun siendo conscientes de que ni ellos mismos se la tragan. Normalmente, le fascinaba observarlos por separado e imaginar las historias que escondían tras sus apariencias. Pero esa noche estaba cansada. Estaba preparada para llegar a casa y olvidar el día. Sacó el que era su compañero favorito de viajes y con el ritual de costumbre, se puso los auriculares, y pulsó “play”.

Comenzó a sonar la canción. La melodía fue llegando poco a poco, sintiéndola como oleadas en su cuerpo. “Love me, love me, love me. Say you do”... Cerró los ojos, acto reflejo. David Bowie, íntimo y tierno, comenzaba a transportarla. “For my love is like the wind. And wild is the wind. Wild is the wind”. Podía sentir la bocanada de viento en sus mejillas. Y se ruborizó pensando en el muchacho al que ella llegara a provocar esa sensación. Poco a poco, se fue perdiendo más en la canción, en todo lo que esa voz le permitía imaginar, y alejándose del metro, de los colores grises que envolvían el vagón y todos sus pobladores. “You touch me. I hear the sound of mandolins”. Y sólo estaba ella, y ese muchacho imaginario, y el sonido de las mandolinas. Se le aceleró el pulso. El color gris pasó a ser verde. El campo. La hierba mojada en sus pies. Unos ojos.

Y llegó el culmen de la canción, el desgarrado “Don’t you know you’re life itself”. Ella sintió que iba a estallar en ese instante. Y como para protegerse, volvió en sí. Regresó a la realidad sucia y triste que la acechaba; la oscuridad en la que se había sumergido pasó a la luz blanca metálica del vehículo. Se exasperó al recordar el mundo real que le esperaba. Cómo podía haber abandonado lo imaginario tan pronto, evitando hallarse apabullada, si ese sentimiento era más real que cualquiera que pudiera encontrar en el vagón. Todos esos rostros, idénticos en sus expresiones, no eran más que caretas inanimadas. Muertos que actuaban como vivos. Hasta que se giró y se sintió expuesta. Un chico de ojos verdes, protegido por unas gafas negras, la observaba desde su asiento. Y no sólo la miraba con detenimiento, sino que estaba segura de que hubiese presenciado todo el proceso de comunión con la canción. Su expresión no se parecía a las demás. Él estaba nervioso, excitado, contento. Ella comenzó a incomodarse, aquella intrusión había sido peor que ser espiada mientras se desvestía. Sin lugar a dudas, se había desnudado ante ese chico. Y desnudos, habían compartido algo. No podía evitar lanzarle miradas fugaces. Tratando de desvelar qué había sucedido. El cabello moreno. La mandíbula. Las gafas. Los ojos. Un momento. ¿No eran sus ojos verdes? ¿No se parecían a los que la habían mirado en su fantasía?


Ella comenzó a hallarse abrumada. No se sentía los pies. El metro estaba a punto de efectuar la próxima parada. Era la suya. Afortunadamente, podría escapar de esa alucinación que acababa de experimentar. No podía ser real. Su imaginación y el estrés le habían gastado una broma pesada. Se levantó de su asiento, lista para salir y marcharse. De pronto, el chico se incorporó también y con lentitud caminó hacia la salida del vagón. Justo antes de que se abriesen las puertas, se aproximó a ella, a su oído. Ella quedó paralizada, sabía que él necesitaba decirle algo. Y se acercó a él. Entonces él dijo: “¿No sabes que tú eres la vida en sí misma?”