miércoles, 23 de septiembre de 2015

Volvió a mirar su reloj. No había pasado ni un minuto desde la última vez. ¿No era posible que su voluntad y su impaciencia hicieran girar las manecillas más rápido? Miró por la ventana, el sol ni siquiera se había puesto. Faltaban aún horas. Tomó el libro encima de su mesilla, se acomodó en la cama, y trató de leer. Fue exitoso unir las primeras tres palabras de la línea en su cabeza, pero a la cuarta… Su mente le traicionó. Y la imagen de él se presentó, como si estuviera a su lado. Sacudió la cabeza, como tratando de volver a la realidad. No obstante, con más nitidez reapareció su cuerpo, desnudo, besándole los pies. Sintió los labios de la apariencia y rió con placer. Se sonrojó, y a pesar de dudarlo, decidió dejarse llevar por la fantasía. Si no era capaz de esperar las horas para que llegara la noche, y se reencontraran en las sombras, permitiría que el ensueño la acompañara mientras tanto.

En nuestro rincón especial

Estábamos allí tumbados, en nuestro rincón especial. Sonaba nuestra canción. Aquélla que habíamos escuchado tantas y tantas veces en modo “repeat”. Tu hombro tapaba mi ojo izquierdo, pero podía intuirte con el derecho. Veía tus ojos marrones color aceituna. Y no podía parar de sonreír. Como una auténtica tonta, porque simplemente estaba feliz, y no quería que ese momento se acabara nunca. De mi mente salían burbujas de todo tipo de colores, que se llevaban mi ansiedad, la alejaban de mí para poder disfrutar aquel instante. No podía parar de acariciarte con mi dedo índice, como intentando memorizar cada centímetro, cada curva de tu cuerpo desnudo. Tú también me sonreías. No era necesario decir nada. Y nuestra canción sonaba y hablaba por nosotros. Alcé un poco la cabeza y te observé bien. Y me di cuenta, de que ahí recostado junto a mí, me hablabas en silencio y me contabas historias que quería escribir, sin tú siquiera saberlo.

Sonido e Imágenes

El sonido de las copas era ensordecedor. En aquel pequeño restaurante, los comensales parecían haber dejado de existir, convirtiéndose sólo en imágenes, y dando lugar a una sucesión de estruendos provocados por el continuo chocar de platos y vasos. Ana miraba al vacío, temerosa por tal escándalo. Su mesa y los que se habían reunido a su alrededor se le mostraban como luces fulgurantes carentes de sentido. Su respiración nerviosa respondía a la intranquilidad que le provocaban aquellas estridencias. Los aullidos parecían habérsele metido en la cabeza y deseaba gritar. Se colocó las manos en los oídos, con torpeza y desesperación, tratando de protegerse.

De pronto, sintió la mano de César, que a modo de caricia, le rozaba la espalda. “Oye, ¿estás bien?”- preguntó él más como cortesía que por verdadera preocupación. “No, estoy muy mareada. ¿No te parece que hay mucho ruido aquí?- respondió ella la mirada perdida. “¿Lo dices en serio? Pero si aquí no hay ni un alma, prácticamente somos los únicos aquí. Si te molesta nuestra conversación…”. “No, no es eso. Es este ruido horrible que no para”. César la contempló con intranquilidad. “Creo que me voy a casa”. dijo finalmente abatida.“Es una broma, ¿no? No puedes irte en medio de la cena. Mis padres han venido expresamente para verte.” La incredulidad le hizo olvidarse de su angustia por un segundo. “Lo lamento. Me siento mal. Tengo que irme”.

Ana se levantó con lentitud de su asiento. Y supo que no era necesario decir nada. César se encargaría de dar las explicaciones pertinentes. Era su especialidad, contentar a todo el mundo. Caminó hacia la salida del restaurante sin prestar atención a las reacciones ni a los comentarios. Pero en el umbral de la puerta los miró. Y sólo vio figuras geométricas de color azul, que parecían encajar entre ellas.

lunes, 6 de julio de 2015

En el Vagón

El vagón de metro alojaba a la misma fauna urbana de siempre. Jóvenes vociferantes exclamando que la noche no había acabado, mujeres afroamericanas con cara de pocos amigos, individuos con gesto triste que sólo sienten compañía viajando en transporte público y señores con traje que no borran la pose de éxito aun siendo conscientes de que ni ellos mismos se la tragan. Normalmente, le fascinaba observarlos por separado e imaginar las historias que escondían tras sus apariencias. Pero esa noche estaba cansada. Estaba preparada para llegar a casa y olvidar el día. Sacó el que era su compañero favorito de viajes y con el ritual de costumbre, se puso los auriculares, y pulsó “play”.

Comenzó a sonar la canción. La melodía fue llegando poco a poco, sintiéndola como oleadas en su cuerpo. “Love me, love me, love me. Say you do”... Cerró los ojos, acto reflejo. David Bowie, íntimo y tierno, comenzaba a transportarla. “For my love is like the wind. And wild is the wind. Wild is the wind”. Podía sentir la bocanada de viento en sus mejillas. Y se ruborizó pensando en el muchacho al que ella llegara a provocar esa sensación. Poco a poco, se fue perdiendo más en la canción, en todo lo que esa voz le permitía imaginar, y alejándose del metro, de los colores grises que envolvían el vagón y todos sus pobladores. “You touch me. I hear the sound of mandolins”. Y sólo estaba ella, y ese muchacho imaginario, y el sonido de las mandolinas. Se le aceleró el pulso. El color gris pasó a ser verde. El campo. La hierba mojada en sus pies. Unos ojos.

Y llegó el culmen de la canción, el desgarrado “Don’t you know you’re life itself”. Ella sintió que iba a estallar en ese instante. Y como para protegerse, volvió en sí. Regresó a la realidad sucia y triste que la acechaba; la oscuridad en la que se había sumergido pasó a la luz blanca metálica del vehículo. Se exasperó al recordar el mundo real que le esperaba. Cómo podía haber abandonado lo imaginario tan pronto, evitando hallarse apabullada, si ese sentimiento era más real que cualquiera que pudiera encontrar en el vagón. Todos esos rostros, idénticos en sus expresiones, no eran más que caretas inanimadas. Muertos que actuaban como vivos. Hasta que se giró y se sintió expuesta. Un chico de ojos verdes, protegido por unas gafas negras, la observaba desde su asiento. Y no sólo la miraba con detenimiento, sino que estaba segura de que hubiese presenciado todo el proceso de comunión con la canción. Su expresión no se parecía a las demás. Él estaba nervioso, excitado, contento. Ella comenzó a incomodarse, aquella intrusión había sido peor que ser espiada mientras se desvestía. Sin lugar a dudas, se había desnudado ante ese chico. Y desnudos, habían compartido algo. No podía evitar lanzarle miradas fugaces. Tratando de desvelar qué había sucedido. El cabello moreno. La mandíbula. Las gafas. Los ojos. Un momento. ¿No eran sus ojos verdes? ¿No se parecían a los que la habían mirado en su fantasía?


Ella comenzó a hallarse abrumada. No se sentía los pies. El metro estaba a punto de efectuar la próxima parada. Era la suya. Afortunadamente, podría escapar de esa alucinación que acababa de experimentar. No podía ser real. Su imaginación y el estrés le habían gastado una broma pesada. Se levantó de su asiento, lista para salir y marcharse. De pronto, el chico se incorporó también y con lentitud caminó hacia la salida del vagón. Justo antes de que se abriesen las puertas, se aproximó a ella, a su oído. Ella quedó paralizada, sabía que él necesitaba decirle algo. Y se acercó a él. Entonces él dijo: “¿No sabes que tú eres la vida en sí misma?”

miércoles, 20 de mayo de 2015

Dos/ Otro


Mientras ellos se enzarzaban en una de sus repetitivas discusiones, ella había huido en silencio a su cuarto. Había cerrado la puerta con suavidad, como si la casa y ella misma fueran frágiles, e incluso había echado el cerrojo. Aquella noche no necesitaba discursos, ni dramas de fondo en la televisión. Tan sólo deseaba el silencio. Encendió la luz de la mesilla, se tumbó sobre la cama y permaneció allí, con su cuerpo desplomado, inamovible. Giró la cara y sintió la colcha fría en su mejilla. Acarició con la mano la frazada y sintió la brisa que venía de la ventana. Sentía mucho calor en su cuerpo y necesitaba advertir el frío. Últimamente era así, buscaba el frío tanto en ella misma como en los demás. El contacto con los demás le abrumaba, y al cabo de un tiempo necesitaba alejarse. A veces dudaba no ser más que un ente. Ella se sentía así. Tal vez su faceta exterior tuviese apariencia humana, pero estaba convencida de que su interior lo componían fracciones robóticas. Debería afligirse, apasionarse, enloquecerse como los demás. Pero no era posible. Y puede que, siendo honesta consigo misma, ella tampoco deseara dejarse llevar por aquellos sentimientos. Sentimientos, qué absurdo, ¿no? Por eso le había dicho que se alejara. Se preguntaba qué estaría haciendo él en ese instante. No le importaba. ¿O sí?

Uno

Hacía frío, más del que pensaba cuando salió del bar. Se palpó los bolsillos traseros del vaquero, buscando con ansiedad y finalmente encontró el cigarrillo. El último que le quedaba. Agarró el encendedor con un giro de muñeca, parte de un estudiado ritual, inhaló y comenzó a fumar. Sintió que el mundo se paraba durante un segundo. Había salido con la excusa de fumarse un pitillo, pero lo cierto es que necesitaba un respiro de la gente, del alcohol, del sexo que se respiraba en el ambiente. A veces era abrumador sentirse un buitre en busca de carroña continuamente. Aspiró con delicia su cigarrillo y observó la calle. A pesar del ruido dentro del bar, ahí fuera se respiraba el silencio. Se oían algunas voces de fondo, tal vez, transeúntes buscando un destino, pero el sosiego imperaba en el callejón. ¿Por qué no podía ser todo así de fácil? Salir a tomar el aire, tomar un descanso cuando las cosas se volvieran difíciles. Pero él sabía que las cosas no funcionaban así. El silencio no lograba acallar sus pensamientos. Tal vez lo consiguiese durante un segundo, pero pasado ese instante, el caos volvía a su cabeza, y el cigarrillo no era más que un instrumento dentro de su ansiedad. Se preguntaba qué estaría haciendo ella en ese momento. Sabía que no debía pensar en ella. Ella se lo había pedido; él había entendido que ella no traería más que problemas. Y aún así, parecía que eso la volvía más interesante. “¡Joder!” dijo para sí, encrespado. Y se volvió.