jueves, 28 de enero de 2016

La cena

Aquella cena había sido muy similar a las demás. Como cada jueves, se habían reunido en su casa. Ella había limpiado bien el comedor, preparado un centro de mesa especial, y cocinado el mismo guiso con una leve variación. Juan y Ana habían llegado tarde, excusándose en algún asunto relacionado con el trabajo o con el tráfico, y los demás habían llegado a la hora, y esperado con ansiedad y apetito exacerbado. Las conversaciones habían sido similares a las de siempre. Qué había sucedido durante la semana. El trabajo, con sus pros, siempre. El ligue de turno de Pedro. Y ella había sonreído, contenta, simplemente satisfecha de tenerlos a todos ahí. Por eso, nadie se explicaba su súbito desmayo. Se retiró al cuarto a descansar en la oscuridad a que se le pasara el sofoco. Nubes doradas sobrevolaban su cabeza mientras oía de fondo las voces de preocupación de todos. Cuando pareció volver en sí, se refrescó la cara en el lavado. El agua, a pesar de estar helada, le hirvió la piel. Se buscó en el reflejo del espejo y halló una imagen turbia. De pronto, ella misma se sintió ininteligible. No sabiendo muy bien qué pensar, regresó al comedor. Allí se hallaban todos, los seis, como si nada hubiera sucedido. En plena cena, ensimismados en su charla. Ella se acomodó con dificultad en su asiento, y nadie pareció inmutarse. A ella tampoco le importó, no deseaba establecer una conversación, quería inmiscuirse en la de ellos. A la luz de las tenues luces, que se percibían aún más sutiles ahora, ella sólo podía divisar sus rostros, como si sus cuerpos los hubiesen abandonado en la sombra. Los miró uno a uno, y una extraña sensación se apoderó de ella, los sintió como seres extraños. Aquello que miraba no eran sus rostros, llevaban máscaras de tonos oscuros, que los escondían. ¿Había sido siempre así? Las máscaras eran muy parecidas a sus rasgos salvo que peculiaridades estaban pronunciadas de una manera más agresiva. Las máscaras sólo revelaban sus labios, que se movían rápidamente, ejecutando gestos automáticos. Se fijó en Juan, en su boca, en sus movimientos, y oyó atentamente su discurso. El ruido alrededor no le permitía discernir bien, se aproximó a él. Aún no podía oír sus palabras, de modo que pegó su oído a la boca de éste y sintió el aliento en su piel, pero no oyó nada. Juan no estaba articulando ni una sola palabra, tan sólo movía sus labios con ímpetu. Asustada, corrió a Pedro. Pedro siempre tenía historias divertidas que contar; algunas, muy frívolas, pero jamás dejaría de hablar. Ella efectuó el mismo gesto respecto a éste, y un silencio abrumador llenó el espacio entre ella y Pedro. No entendía qué estaba sucediendo. Se incorporó y los observó uno a uno, discernió sus lenguas, sus labios en movimiento, no obstante, ni una sola palabra salía de ellos. Se frotó los ojos, tal vez aún estuviera inconsciente, tal vez aquello no fuera más que su imaginación. La imagen frente a ella era grotesca. Sus amigos habían dejado de ser esos seres que ella había conocido, o tal vez siempre hubieran sido así, unos monstruos oscuros, mostrando una imagen carnavalesca y poderosa, proyectando una voz que no decía verdaderamente nada.

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